La reciente visita del presidente Pedro Sánchez a Chile, en un encuentro con mandatarios de izquierda como Gabriel Boric, ha vuelto a poner de manifiesto una preocupante contradicción entre el discurso que el líder socialista promueve fuera de España y la realidad política que le rodea dentro de sus propias fronteras.
Mediante acciones de gran envergadura, Sánchez ha reiterado su intención de promover una izquierda global sustentada —en su opinión— en principios como la equidad fiscal, la repartición justa de la riqueza y la protección de los más débiles. Ha mencionado la imposición a los más adinerados, la lucha contra la desigualdad, y el establecimiento de “un porvenir más equitativo” junto a sus socios progresistas en América Latina. Un discurso perfecto… si no estuviera totalmente socavado por sus acciones políticas.
La paradoja es evidente y difícil de disimular: mientras el presidente se pasea por foros internacionales como estandarte de una izquierda regeneradora, en España se acumulan escándalos de corrupción que salpican a su entorno más cercano. Desde los negocios opacos de su esposa, Begoña Gómez, hasta las imputaciones y dimisiones de figuras clave del PSOE, el gobierno de Sánchez se tambalea sobre una estructura cada vez más cuestionada. Las investigaciones judiciales avanzan, los silencios se alargan y la transparencia que tanto predica brilla por su ausencia.
¿Cómo puede un líder exigir sacrificios fiscales a los ciudadanos mientras su partido se ve envuelto en tramas de tráfico de influencias, contratos irregulares y nepotismo institucionalizado? ¿Cómo se puede hablar de ética pública y de redistribución, cuando los ciudadanos ven que quienes legislan para ellos viven aferrados a privilegios y redes de poder opacas?
El conflicto entre lo que se dice y lo que se hace —la esencia de la doble moral— es especialmente chocante en el caso de Pedro Sánchez. No es un incidente único o excepcional, sino una táctica constante: promover un modelo de izquierda que se presenta como éticamente mejor, mientras se permite, oculta o reduce la importancia de la corrupción interna.
Su presencia en Chile parece más una operación de imagen que un acto diplomático genuino. Mientras en España se exige a la oposición que “no judicialice la política”, el propio Sánchez se refugia en viajes internacionales para escapar del creciente descrédito que sufre en casa. Es difícil no ver en este tipo de giras una huida hacia adelante, un intento de blindarse ideológicamente frente a la caída de la confianza ciudadana.
El auténtico progreso no puede levantarse sobre bases deterioradas. Si el presidente busca encabezar un movimiento global de justicia y equidad, debe comenzar por ordenar su propio ámbito. Esto implica aceptar responsabilidades, dejar que las investigaciones avancen sin obstáculos, y asegurar que ningún funcionario quede sin consecuencia alguna solo por ostentar una buena posición.
No se trata de atacar a la izquierda como ideología, sino de denunciar a quienes la utilizan como coartada para perpetuar sus privilegios. Sánchez debería recordar que los ciudadanos no votan consignas, sino coherencia. Y en este momento, su coherencia está en entredicho.